lunes, 18 de junio de 2012

Reflexión sobre el libro “Indagaciones filosóficas sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello” BURKE, Edmund

El deleyte, la muerte, el asombro, el terror, el poder, la obscuridad, la infinidad, la magnificencia, la luz cegadora, la prontitud, el estruendo, la intermisión, la vastedad y de nuevo el deleyte. El deleyte que permanece impregnando nuestros sentidos después de la experiencia del Sublime, perpetuando ese dolor deleytoso que conmueve más que cualquier belleza.

Según Burke, una de las artes que mejor representa el sublime, es la literatura. La palabra evoca, y hasta una descripción exhaustiva de una habitación, no será nunca tan “clara y luminosa” como la que nos pueda ofrecer una pintura o una fotografía. Siempre será nuestra imaginación la que sacará de las oscuras palabras, la interpretación más terrible, la que atañe a nuestros propios terrores. Por ello, no puedo evitar, al leer a Burke, recordar la novela de Milan Kundera, “La insoportable levedad del ser”, y rescatar esta cita: "Vértigo. ¿Qué es el vértigo? ¿El miedo a la caída? ¿Pero por qué también nos da vértigo en un mirador provisto de una valla segura? El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados."

Ante un accidente natural, un precipicio con una profundidad de centenares de metros y un horizonte limpio al que no alcanza nuestra vista, sentimos un terror que colapsa los sentidos y los paraliza. El viento empuja el doliente cuerpo hacia el borde, el abismo. No podemos pensar, todo está inundado de vértigo y terror. Hasta que sentimos cómo nuestra mano ase una barandilla. Entonces un alivio sin igual se apodera de nosotros. Según Burke, uno no se puede deleytar con el sublime si está cayendo por ese precipicio, si está totalmente imbuido por él. En cambio, al contemplar la caída desde la distancia, el deleyte nos embriaga con un placer mayor que cualquiera, el placer de sentirse a salvo.

Giovanni Battista Piranesi fue un grabador italiano del Siglo XVIII que me recuerda a su coetáneo Edmund Burke. En su libro, este último rescata un gran número de textos clásicos para usarlos como sustento de sus pensamientos, como pilares provistos de grandes raíces que viajan desde la Grecia y la Roma clásicas hasta nuestros pies. Y Piranesi construye sus monumentales ciudades imaginarias absorbiendo la imaginería clásica. El Romanticismo es el movimiento cultural que por excelencia se acerca a representar el Sublime, la Naturaleza, las grandes pasiones y terrores del hombre. El Neoclasicismo es el movimiento cultural que representa los principios de la Ilustración y  la Razón y busca recuperar el pasado clásico. Históricamente son dos movimientos muy diferenciados, pero estos dos autores, Piranesi y Burke, aunaron el pasado clásico con el Sublime. Es más, a través de las ruinas y los textos clásicos, pudieron, cada uno a su modo, encontrar el Sublime y entenderlo, filtrado a través de la piedra de las hojas de acanto de un capitel o de la ausencia de la nariz desmembrada del busto de Pericles o del polvo de encima de las palabras de Homero que formaron la Ilíada.

No sé si la belleza es lo que causa asombro ante una monumental escultura, o si más bien queda totalmente cegada ante el fulgor de la rotundidad de sus formas o la potencia de su presencia. Quizás si las copias romanas de las esculturas griegas clásicas no se hubieran hecho con el mármol suave, pulido y tan blanco de los romanos, y se hubieran conservado los verdaderos y salvajes colores de los griegos, se podría ya haber contestado a esa pregunta. Porque cuando se observa al David de Miguel Ángel, heredero indiscutible de la pasión de los griegos, hay que pararse muy concienzudamente para poder observar la belleza de cómo esculpió la mano. Porque la figura entera detiene la respiración hasta al observador más experimentado. Y ese deleyte no abandona al cuerpo hasta que no apartas la mirada.

Publicado en el número XIII de la revista Ícaro Incombustible.

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