lunes, 22 de agosto de 2011

A . r . g . u . m . e . n . t . e

Durante su estancia en el corredor de la muerte, Marcus mantuvo una serie de conversaciones. No hubo muchos momentos en los que tuviera la sensación de existir realmente. Notaba la textura del yeso de las paredes en sus manos, y de vez en cuando veía su reflejo en los espejos de los baños oscuros, pero pasaba muchas horas sin que nadie le devolviese la mirada y empezó a sentir que se estaba desvaneciendo.
Desde el tragaluz de la celda, entraba entre las rejas, la luz de la luna. La puerta de metal de la celda se abrió lentamente, y apareció una figura estrecha empapándose toda la pared blanca de un rojo profundo. Todo ocurrió con una calma casi sagrada, porque los instantes se alargaron por su sensación de aislamiento. Cada contacto con algo que no fuera él mismo, lo conservaba como un recuerdo alargado y preciso con el que llenar los vacíos fríos, secos, espesos de su existencia en soledad.
No llegó a ver su rostro. Era un rostro negro silueteado por el rojo de la luz del pasillo. Éste se mantuvo unos pocos segundos de pie en la esquina de la habitación. El yeso de la pared sonaba, se resquebrajaba. Se sentó y cerró la puerta empujándola con la pierna. La luz de la luna bañó de nuevo la habitación y él ya no estaba. El rostro de Marcus movía los labios de forma estéril, sin pronunciar palabra. Enfrente a sus ojos, la pared tenía rasgada una pequeña frase, una frase que él no recordaba haber escrito. “Mírame, no dejes un momento de mirarme; el mundo se ha quedado ciego; si volvieses la cabeza tendría miedo de caer en la Nada”.

La perversión de la libélula